En el umbral de la puerta de la casa que servía de salón de fiesta en el Barrio Iponá sobre la calle Valparaíso antes de la vía del ferrocarril, se perfilaba una figura de un hombre fornido con un maletín en su mano derecha. Con la otra mano se apoyaba en el marco, inclinándose hacia adentro, tratando de identificar algún conocido en medio de la nube de humo y alcohol que empujaba hacia afuera el sopor del ambiente de peña bien concurrida.

Se deslizó hacia el lado de la tarima que sería de escenario y alguien le alcanzó un trago, “Salud Maestro” y así sucedieron un trago tras otro y no encontraba espacio para sentarse. Mientras, desde el fondo saltó una voz “que cante el maestro”, y todos apoyaron la moción con aplausos y gritos mesclados de distintas tonadas regionales de estudiantes que estaban masticando ausencias y nostalgias.

El único lugar disponible para sentarse era la silla frente al micrófono. Animado por la circunstancia del cansancio que le causaba el trajín de estar en la escuela y el trayecto de ir y venir desde Toledo (donde dejaba el alma con sus alumnos de la primaria) se sentó plácidamente, tomó la guitarra entre sus manos, la acarició un instante y la volvió a dejar a un costado. Sin embargo, abrió el maletín y dijo “Hoy quiero que mis alumnos sean parte de la historia que nos toca vivir en esta Córdoba". El silencio fue el dueño de la noche. Leía los escritos de sus alumnos uno tras otros hasta que el amanecer se empezó a filtrar por las ventanas. Ese es Jorge Balderramo, “el maestro” que después de transitar caminos ahí está en su casa en Jáchal. Quizás un día de estos tomando unos mates, podamos recordar y recorrer los laberintos de la memoria.

Foto: Luis "Peco" Tejada