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Actualidad Jachallera » Opinión » 15 ago 2018

Perdón por desaparecer

Relato de un tiempo que fue, es y será. De dos que se escriben, que se dicen varias cosas. Que están a punto de leerse.


Por:
Marcelo Castro Fonzalida

La taza de té de frutillas estaba humeante, lista y urgente para beber. Él, un medio pelo de ciudad que organizaba sus tareas antes de ir a su curso de pintura, hoy va a conocer a Van Gogh. Pero no sus florecitas, sino al verdadero artista.

Medio que lee, medio que escucha música, a medio todo. Hasta sus medias son de la media. Un clase media de aquellos, que se interesa por el amor al mismo nivel que cuándo debe pagar los impuestos para sobrevivir en una ciudad que para muchos es cosmopolita; aunque en realidad para él es una mierda aburrida con aires de conservadurismo.

En su escritorio hay unos libros de Borges y Faulkner, justo enfrentados a al tazón que aún está caliente y súper endulzado. Hay un cuadro que dice “El vino mejora con los años. Yo mejoro con el vino”.  Él no lo cree, pero lo lee cada día. Como si fuese uno axioma universal.

Ella del otro lado del mundo, en una verdadera ciudad cosmopolita. Dónde hay luz, recuerdos, venenos, amores, placeres; una gastronomía exquisita y un sinfín de canciones propias como para hacer unos tres tomos de cancioneros.

Ella usa lentes con marco negro y tiene una sonrisa feliz. Juega con las palabras y él se vuelve un arco iris.

Los dos escuchan a Spinetta y D’Arienzo.  Tienen muchas cosas en común, menos el tiempo.

Sus vidas están divididas por la acción del amanecer, también por el estudio y el tacto.

Hace tiempo se escriben cartas a mano, emulado viejos tiempos de no hace tanto. Mantienen esa pasión desde ahí, quieren ser como Cortázar y Pizarnik.

Muy en su pesar siente que no la conoce  como debería, y le encanta ese juego. Se deben descubrir el uno al otro. Por ahora las cartas sirven, mañana no se sabe.

Suena una canción de verano en pleno invierno. Nada es preciso con las horas que se detienen en cada pensamiento de él sobre ella.

Ella anda, siempre anda. Piensa en los demás y en su carrera. Sueña con todo y en el mar, y en una cabaña en un  lugar perdido de San Carlos de Bariloche.

Él está escribiendo en una agenda de hojas sin renglones una lista de nombres de libros. Quiere hacer una selección grande y de todos los tiempos. Pero no es para leerlos, sino para regalárselos a ella.

Llegó aquel tiempo, las cartas desaparecieron como el haz de luz que va tapándose de a poco.

Ya van casi dos años que no se escriben. No saben de sus vidas, ni siquiera  si aquellas cartas tienen otro destino. Tampoco el porqué del silencio. Tal vez fue la guerra o el mal servicio postal. 

Los dos seguían en sus respectivas ciudades, haciendo lo mismo, en realidad  cosas mejores mejor que hace veinticuatro meses. 

Una tarde cualquiera dónde llueve y caen algunos hexágonos transparentes él recibe una carta. Lo sabe porque acaba de escuchar al cartero mover la puertecilla oxidada del pequeño buzón.

El papel tenía su letra. La carta tenía fecha actual y una hoja escrita. Con tanto temor a lo que pueda decir destruyó el sobre y desplegó su curiosidad epistolar. Solo una frase y una verdad absoluta.

“Perdón por desaparecer, ¿todavía humea esa taza de té?”.

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