El hombre que soñó por primera vez
Vamos a romper los esquemas. Iremos por un cuento. A los lectores de Actualidad Jachallera espero que les guste. Pasen y lean. Escrito por Marcelo Castro Fonzalida ([email protected]).
Dicen que hoy es el día de los enamorados. Pues también acabamos de salir de un fin de semana largo. Entonces se me ocurrió pensar que enamorados también podemos estar de los sueños y a la vez que no hay muchas ganas de leer actualidad pura, tras el descanso extra. Por eso les comparto hoy este cuento que escribí hace mucho y que hoy se los dejo a ustedes. Y como digo en este cuento “solo las personas que tienen sueños saben que la vida existe”. Disfruten.
El hombre que soñó por primera vez
Malora es una pequeña ciudad donde parece conocerse todo sin necesidad de salir a la calle. Es un pueblo extraño y sus habitantes aún más. Los ancianos no son la voz de la experiencia y los jóvenes no poseen rebeldía. Es como un barrio lleno de seres taciturnos que nacen, viven y mueren. Solo algunos llegan a reproducirse. Parece que pueden pasar siglos y siglos sin que nadie imprima una mueca en sus caras. Malora es un lugar incierto, casi dormido.
Pero desde el inicio de los días siempre existe una excepción. Desde que la oscuridad se convirtió en luz hubo una sola persona en Malora que logró no ser el típico habitante de esa ciudad gris.
Gualta se llama el anciano que alguna vez fue niño y que vive en una casa de dos pisos. Nadie en Malora sabe su edad y tampoco se atreven a preguntar. Aunque todos los habitantes no pasan ni un día sin darle las gracias.
Casi como en un rito los habitantes de Malora van a sus camas a eso de las doce de la noche y fruncen el ceño como queriendo algo. Hacen toda la fuerza mental que pueden para soñar algo. Con pájaros, con arcos iris, con una cascada o con el amor de sus vidas. Pero no pueden. En Malora nadie puede soñar.
Malora es un sitio sin sueños, donde nadie puede darse el gusto de reírse en las noches mientras duermen. Tampoco su gente lo puede hacer mientras transita por las calles. Nadie se puede dar el gusto de pensar más allá de las imágenes que ven sus ojos. Ni la ciencia ni la religión pueden explicarse el misterio de Malora: la ciudad de los sueños inexistentes. Será por eso que nadie ríe ni goza, ni grita.
Gualta es hijo de madre solera, o por lo menos eso es lo que se conoce. Su cabello es ondulado y más enrulado se pone por la temperatura del atardecer de Malora. Cuando cumplió diez años su madre le regaló un caleidoscopio y el niño creyó que en ese tubo habitaban misteriosas luces que le responderían porque no podía soñar. Esa era la diferencia de Gualta con cualquier otro niño de Malora: él se preguntaba algo. Gualta se permitía tener en su mente el enigma de no poder anhelar cosas y vivir en mundos mágicos a través de un sueño. Lo que cualquier niño normal del mundo podía hacer. El caleidoscopio no le sirvió de nada.
Una noche sin sobresaltos, como era de costumbre, decidió por acción o inercia mirar las estrellas desde su ventana en el segundo piso. Miró una estrella que a Gualta le llamaba la atención. Eso fue todo. Durmió lo normal, las horas justas. Pero desde ahí nada más volvió a ser igual en Malora.
Gualta pudo soñar. En miles de millones de años alguien de Malora puedo hacerlo.
Gualta imaginó mientras dormía que era un doctor que sanaba. Luego que era un gran artesano que creaba esculturas majestuosas. Soñó que era dios. Soñó que su mente podía mover objetos. Soñó que era un gigante en un desierto donde caminaba sin sed. Soñó que era un barco que jamás naufragó. Soñó que era la manzana de Eva. Soñó, soñó y soñó.
Gualta despertó y estaba asustado por aquellas imágenes semi deformes que pudo tocarlas en un mundo de sueños.
Aunque temía sabía perfectamente que había puesto en práctica la acción de soñar. Se quedó con los ojos más abiertos que nunca. No parpadeaba y miraba el techo de su cuarto tan fijo que parecía penetrarlo con sus pupilas. Gualta no tuvo un sueño, tuvo miles. Puedo sonreír. Pudo, ahora sí, vivir. Pero nadie le creyó. Con 10 años pensaban que eran cosas de chiquillos. Él se empecinó en explicarle a toda Malora que el sí pudo.
Malora ya no era un lugar sin sueños. De repente, Gualta se preguntó cómo es que pudo soñar. Tal vez fue un sueño de sueños. Pensó que era así y que solo fue una ilusión. Esperó sin desesperarse hasta las doce de la noche siguiente. Buscó la misma estrella, la miró de reojos y se durmió. Volvió a soñar. Esta vez era un pirata que encontraba todos los tesoros del océano. Era la lluvia. Era el sol, el aire y el verde de las plantas. Despertó y se sentó en su cama, estaba pálido. Los sueños eran más fuertes y maravillosos. Nadie le creería. En ese momento se dio cuenta que aquella estrella era su musa soñadora. La dueña de todas sus fantasías nocturnas. Buscó a su madre, abrió la ventana de su habitación y casi a la fuerza la obligó a mirar a aquella estrella, la que a Gualta lo inspiraba. La mujer hizo caso sumiso, la observó por más de diez minutos y volvió a dormir. Gualta veló por su madre toda la noche a los pies de su cama. Ella despertó al alba, pero nada había pasado. No hubo sueños. Ni siquiera un alma imaginaria. La mujer seguía siendo una habitante más de Malora.
Gualta no entendía porque él sí y su madre no. Si era sangre de su sangre. Se tornaba difícil para él ser el único de aquella triste y cenicienta ciudad en poder soñar.
Gualta, ya con quince años era la persona más feliz del mundo en Malora, pero solo era él y sus sueños. Con nadie podía compartir sus imágenes fantásticas que veía al ir a dormir. Porque ninguno lo entendería. Porque solo las personas que tienen sueños saben que la vida existe. Tan solo las personas que son soñadoras pueden caminar hacia adelante y saber que deben equivocarse. Solo aquellos que se esfuerzan en soñar saben que la esperanza existe en las mentes para ser el motor de nuestros actos.
En un segundo se pueden pensar miles de cosas. Eso fue lo que le pasó a Gualta una noche en que el cielo era más claro que nunca. En esa misma oscuridad el joven sonrió mientras miraba su estrella. Al fin descubrió porque nadie podía soñar. Después de tantos años.
Como la primera vez saltó de su cama y corrió hasta su madre; casi a zamarreadas la despertó e hizo que escogiera una estrella de aquel cielo sedoso. La madre llevó a cabo el pedido de su hijo. Miró de izquierda a derecha las miles de estrellas hasta que su cabeza frenó. Había hallado algo en el cielo. Eso fue todo, la madre de Gualta volvió a dormir como si nada hubiera pasado. Gualta también se durmió.
Al amanecer su madre gritaba desesperada, se reía, sollozaba, estaba agitada y sudada. Gualta sabiendo todo lo que había pasado llegó hasta su madre, tomó la mano de la mujer y se la apretó fuertemente. Ella había soñado por primera vez, a sus cuarenta años.
Gualta descubrió que cada uno, en aquel cielo oscuro tiene su propia estrella. Los cuerpos que navegan en el firmamento eran el nexo entre los sueños y el alma de los habitantes de Malora. Solo debían descubrir donde está cada uno de esos puntos brillantes para comenzar a soñar.
Han pasado cientos de años desde aquel episodio donde Malora cambió para siempre gracias al sueño de un niño.
Cada noche, hombres y mujeres miran al cielo antes de dormir. Gualta los ayudó a soñar uno por uno. Por eso todos le agradecen.
Gualta ya es un octogenario. El anciano ahora ni siquiera sabe qué edad tiene y nadie se atreve a preguntar. Los habitantes de Malora solo desean soñar y que Gualta los ayude.
Gualta vivirá hasta que su estrella se apague. Ha sido su sentencia por descubrir tremendo hallazgo. Él seguirá soñando hasta que la noche lo disponga. Mientras tanto, cuando todos van a dormir, Gualta reparte estrellas a todas las generaciones de Malora, la ciudad que ahora sueña en grande.